Un minero, por aquellos años, siempre seguía el mismo camino para llegar a su mina. En el camino siempre había una difurcación y por uno de los caminos había un reguero. Aquellos días había llovido y el reguero se había convertido en un río.
Uno de esos días que había llovido una señora intentaba cruzar el río. El minero, muy amablamente, le dijo a la señora que la cruzaba él subida a sus espaldas. A mitaz del reguero la señora comenzó a reirse, pero no se reía inocentemente sino más bien con una risa siniestra, fría y aterradora. El hombre miró a la mujer a la que le habían comenzado a crecer los dientes.
El hombre aterrado soltó a la mujer. Corrió y corrió por el camino dirección a un pueblo cercano. Cuanto más se alejaba más se oían las carcajadas de la aquella misteriosa mujer.
Todos los días para llegar a la mina este hombre se encontraba con otro. Mientras corría, vio a una figura acercándose en la distancia, era su compañero. Se acercó, tenía la cabeza hacia abajo, por lo que al principio no pudo verle el rostro y desearía no haberlo visto. Cuando le miró la cara emitió un grito de terror pues no era su compañero al que tenía delante sino a la extraña mujer.
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